Documentos On-Line
Ciencia, Tecnología y Sociedad
   
Sobre la ciencia, la técnica y la sociedad. Para pensar la nueva agenda de la educación superior
   
N° 27, Año XIV, noviembre 2003
Juan Samaja**

 

Actualmente, la palabra Ciencia no es más que una simple expresión laudatoria. (…) Su prestigio y su potencia son innegables, pero su acción se ejerce en las direcciones más caprichosas, más incoherentes. Todo el mundo proclama su belleza y la utilidad de la Ciencia, se está de acuerdo en la necesidad de retribuirla ampliamente, de darle un lugar preponderante en la enseñanza de la juventud. Pero, ¿de qué Ciencia se trata, qué trabajos científicos deben material y honoríficamente ser estimulados; qué ciencia será enseñada?

Henri Le Chatelier (1947:42)

 

 

 

Algunos lugares comunes sobre ciencia, técnica y sociedad

 

            Voy a partir de los numerosos lugares comunes vinculados a los términos de epígrafe. Servirá para constatar que, en verdad, ¡no son tan comunes! y, por el contrario, encierran algunas paradojas:

 

 * Todas las sociedades contemporáneas (cualquiera sea su nivel de desarrollo, lo sepan o no lo sepan, lo quieran o no lo quieran) están embarcadas en una historia común cuyo rasgo distintivo lo marca la economía capitalista globalizada.

 

* Las sociedades contemporáneas son capitalistas porque predomina ese modo de producción: el capitalismo envuelve y sobredetermina a todas las otras formaciones sociales y modos de producción que coexisten en ellas. Eso quiere decir que, aunque el capitalismo globalizado es el modo de producción dominante, no es, de ninguna manera, el único modo de producción y esto que vale para el modo de producción, como categoría de la economía política, vale para las formaciones sociales, como categorías de la historia social y política. Las formaciones sociales contemporáneas son capitalistas por el polo dominante, pero coexisten con ella, amplias masas humanas que viven en medio de relaciones sociales, jurídicas y políticas que distan mucho de ser de tipo “capitalista desarrollado”, y que, por el contrario, evocan relaciones esclavistas, feudales, capitalistas atrasadas o formas mixtas de todo tipo, pero, sin duda, ni “desarrolladas” ni “capitalistas”.

 

 

 

**) Titular Regular de Metodología de la Investigación Científica, Facultad de Psicología de la UBA. Director Académico de la Maestría en Salud Familiar y Comunitaria de la Facultad de Ciencias de la Salud, UNER.

 

* Estamos inmersos en una revolución, pero que no es la anhelada o temida “revolución social”, sino en una revolución que ha sido bautizada “científico-técnica”. Una suerte de segunda “revolución industrial” pero cuyo rasgo distintivo ya no es la introducción de nuevas fuerzas productivas materiales (v.gr. la máquina de vapor, el motor a explosión, etc.) sino, la transformación del mismísimo conocimiento científico en fuerza productiva. Es decir, estamos inmersos en una revolución fruto de una inesperada (¿realmente “inesperada”?) alianza o “amalgama” entre la ciencia y la tecnología, de manera que los hallazgos científicos se transforman inmediatamente en una fuente de innovaciones tecnológicas, y éstas, en la causa eficiente de sostenidos e impetuosos incrementos en la productividad de los sistemas económicos. Consecuentemente, la ciencia se ha transformado en un motor del crecimiento de las economías en las sociedades contemporáneas.

 

* Las sociedades que se desinteresan por el desarrollo de esta nueva ciencia asociada a la tecnología corren el riesgo de quedar irremediablemente al margen de esta historia signada por el desarrollo económico.

 

De todos estos “lugares comunes” se derivan dos leyendas opuestas sobre las relaciones entre la ciencia, la tecnología y la sociedad.

Una concepción muy difundida actualmente sostiene que hay una positiva integración entre la ciencia y la tecnología como factores primordiales del desarrollo social. Su postulación pretende tener la fuerza de una demostración matemática y sus consecuencias son imperativas: la ciencia debe ser cultivada por su valor de utilidad al servicio del desarrollo económico-social.

Pero, realmente, ¿es así? ¿Lo relevante de la ciencia, su valor primordial, se juega en torno de su valor de utilidad económico-social? ¿Cuál es el contenido preciso de la ideas presupuestas en estos lugares comunes? ¿Qué se entiende por “ciencia”? ¿Qué es “valor de utilidad”? ¿A qué se alude exactamente cuando se habla de “desarrollo económico” o de “desarrollo social”? Sin duda, son frases muy persuasivas porque los términos parecieran connotar valores incuestionablemente positivos para cada uno de nosotros. Pero, ¿estos sujetos de desarrollo (“la economía” y “la sociedad”) coinciden con lo que todos entendemos por esos términos; coinciden con lo que efectivamente consideramos desarrollo pleno de cada uno de los integrantes de la sociedad? ¿Estamos diciendo que una sociedad desarrollada económicamente equivale a una sociedad en donde sus habitantes, uno por uno, gozan de buenos niveles de desarrollos individuales dignos? ¿Es posible que el término “utilidad”, tan lleno de connotaciones positivas en el imaginario social del mundo globalizado, necesite de importantes especificaciones antes de poder volver a ser usado inteligentemente? ¿Qué resta, en estos lugares comunes actuales, de la añeja y venerable idea de que la ciencia tiene que ver con “el saber”, es decir, con la búsqueda de “la verdad”, con el descubrimiento de la ratio o del orden que rige a sus objetos? ¿Qué queda de la ciencia entendida como la  interpretación racional del orden de la naturaleza y de la humanidad que puede realizar cualquier individuo humano con la única condición de ser educado en ella?

 Ninguna de estas preguntas tendría cabida más que como un puro juego bizantino, si no reconociéramos que hay otra leyenda que también existe y circula en muchos ámbitos. ¡Además, esta otra leyenda (negra) no es de ahora! Sus orígenes se remontan, ¡como mínimo!, al siglo XIX, ya que, en efecto, las ciencias de la naturaleza asociadas a la tecnología ya habían sido agriamente denunciadas por los primeros científicos sociales:

 

Químicos, astrónomos, físicos -exclama Saint Simon- ¿cuáles son los derechos que os asisten para ocupar en este momento el papel de vanguardia científica? La especie humana se encuentra atrapada en una de las más graves crisis que haya sufrido desde los orígenes de su existencia; ¿en qué os esforzáis par acabar con esa crisis?… Toda Europa es pasada a degüello (1813), ¿qué hacéis vosotros para parar tal carnicería? Nada. ¡Qué digo!, sois vosotros los que perfeccionáis los medios de destrucción, vosotros los que dirigís su empleo; en todos los ejércitos, aparecéis al frente de la artillería; vosotros sois los que organizáis las operaciones de sitio de las ciudades. ¿Qué hacéis, os pregunto una vez más, para que se restablezca la paz? Nada. ¿Qué podéis hacer? Nada. La ciencia del hombre es la única capaz de llegar al descubrimiento de los medios susceptibles de conciliar los intereses de los pueblos y vosotros no estudiáis nada de esa ciencia… Abandonad, pues, la dirección de la empresa científica, dejadnos reavivar el corazón, que ha llegado a helarse bajo vuestra égida, y canalizar toda su atención hacia los trabajos que puede conseguir una paz general por la organización de la sociedad 

Saint Simon, Ciencia del hombre, XI, 40[1]

 

Si prestáramos oídos a esta leyenda negra de la ciencia, lo único nuevo que hoy habría que agregar a este pesimista balance de Saint Simon sería una nueva amargura: el reconocimiento de que tampoco las ciencias del hombre lograron “reavivar el corazón de la empresa científica”, porque también sus importantes logros científico-técnicos, lejos de conseguir una paz general por medio de la organización de la sociedad, han servido para planificar los más atroces genocidios del siglo XX y del siglo XXI, y arrojar a la exclusión de la economía contemporánea a continentes enteros[2].

Pero, no debiéramos enrolarnos en ninguna de estas dos leyendas: no creo que haya razones ni para divinizar ni para demonizar a la ciencia y a la técnica en general, ni tampoco creo que haya fundamentos para enfrentar a las ciencias naturales con las ciencias sociales. No pareciera sensato ni impugnar al método científico en general ni a los objetos a los que se aplica de manera particular.

En su defecto, creo que deberíamos averiguar qué nuevos elementos de juicio podrían ser aportados si dirigimos nuestra atención a los sujetos que protagonizan la investigación científico-técnica, a los “lugares” desde los cuales se dirige la indagación científica.

Propongo, en concreto, un examen crítico de todos estos lugares comunes: tanto de los de la leyenda blanca como los de la leyenda negra de la ciencia y la técnica. Sugiero detenernos a reflexionar mínimamente sobre la historia de los términos en la que ellos han ido incorporando sus actuales connotaciones.

En definitiva, creo que resolver la cuestión de la utilidad o no de la ciencia y de la técnica para la sociedad va a depender de cómo y con qué fundamentos reinterpretemos los conceptos de utilidad, ciencia, técnica y sociedad mediante una mirada (inevitablemente panorámica) a la historia social en que ellos se constituyeron.

 

La función del conocimiento y la especificidad de la Ciencia y la Tecnología

 

            Voy a tomar como punto de partida una tesis dominante de la epistemología contemporánea, según la cual, el conocimiento no es una sustancia sino una función. En particular, retomando ideas que se pueden encontrar en Kant, Hegel, Peirce, Piaget, Bertalanffy, Bateson y tantos otros, voy a afirmar que el conocimiento es una función asociada a la autorregulación de los seres vivos (en el más amplio sentido del término).

            Una condición de posibilidad de los seres que se autorregulan o autodeterminan es, sin duda, la capacidad de obtener información acerca de la situación en la que se encuentran, a fin de escoger las acciones apropiadas para la reproducción y perpetuación de sí mismos. Sin esta función de apercepción o anoticiamiento no hay procesos vitales posibles, en cualquier escala que se lo imagine: ni en los simples vivientes unicelulares, ni en los animales, ni en las biocomunidades, ni en las formaciones tribales, ni en los estados… ¡y menos aún en las empresas transnacionales contemporáneas! Esta función cognoscitiva o de comunicación con el medio no sólo es inherente a los fenómenos biológicos sino que incluso pareciera ya estar prefigurada en fenómenos termodinámicos complejos prebiológicos, en los que ya comienzan a acaecer procesos semejantes a la autoregulación, y que Prigogine ha descripto como procesos “estables, alejados del equilibrio”:

 

Yo suelo afirmar que la materia en equilibrio es ciega, cada molécula ve las primeras moléculas que la rodean. En cambio, el no equilibrio hace que la materia «vea».

Prigogine (1997:28)

 

            Pero, como toda acción, la función cognitiva reconoce dos modos diferentes de existencia: 1) como conocimiento ya formado,  y que sólo se reitera en nuevas ocasiones semejantes, y 2) como conocimiento en formación: cuando él no está disponible y es preciso conseguirlo. Tal la diferencia que existe, por ejemplo, entre un camino ya conocido para obtener alimentos, y que sólo se actualiza conforme se van dando los indicios perceptivos esperables, y un camino desconocido, que obliga a esa acción que llamamos genéricamente: “investigación”. Ch. Peirce distinguió ambos momentos con los nombres respectivos de “duda” y de “creencia”.

 

En general sabemos cuándo queremos plantear una cuestión y cuándo queremos realizar un juicio, ya que hay una desemejanza entre la sensación de dudar y la de creer.(…)

Nuestras creencias guían nuestros deseos y conforman nuestras acciones. (…) La duda nunca tiene tal efecto. (…)

La duda es un estado de inquietud e insatisfacción del que luchamos por liberarnos y pasar a un estado de creencia; mientras que este último es un estado de tranquilidad y de satisfacción que no deseamos eludir o cambiar por una creencia en otra cosa. Al contrario, nos aferramos tenazmente no meramente a creer, sino a creer precisamente lo que creemos.

Peirce (1988:181 y 182).

 

Ahora bien, si todo bien lo anterior es válido para el conocimiento en general (sea ya formado, sea en formación), es preciso admitir que esa función cognitiva variará en sus formas y en sus contenidos de manera muy marcada según sean los rasgos peculiares de las diferentes formas de vida a la que sirva.

Los estudios sobre la función cognitiva en las formas vivientes prehumanas (que algunos han designado como epistemología biológica, entre cuyos fundadores cabe citar entre muchos otros a Konrad Lorenz) está recién en sus comienzos. Pero no pasa lo mismo con los estudios sobre el conocimiento en las formas vivientes humanas, respecto de las cuales los aportes disponibles son de una profusión abrumadora y de muy difícil sistematización.

Sin embargo, haciendo pie en la propuesta de Peirce según la cual se pueden identificar al menos cuatro grandes métodos de investigación (método de la tenacidad (o intuición), de la autoridad (o tradición), de los principios (o de la reflexión) y de la ciencia (o pragmático), podemos reconocer al menos cuatro grandes estratos en la existencia humana, conforme se han ido instaurando en su larga historia: 1) forma de vida corporal, 2) forma de vida comunal, 3) forma de vida estatal y 4) forma de vida societal.

No es este el lugar adecuado para justificar y examinar cada una de estas formas de vida, pero sí es importante postular que los conocimientos y las formas de investigación que se desarrollaron o se están desarrollando en cada caso cambian y cambiarán significativamente. Debemos recordar que nos hemos propuesto en este artículo reexaminar los lugares comunes sobre la “utilidad” del conocimiento dirigiendo nuestra atención a las características del sujeto que lo protagoniza, y lo que se desprende, precisamente de lo que venimos diciendo, es que el conocimiento funcionará de manera diferente según que el sujeto que lo utiliza sea un sujeto de un tipo o de otro.

En concreto, debemos partir del reconocimiento (que dista de ser obvio) de las diferencias fundamentales que presenta el sujeto cuando él actúa: 1) en tanto individuo viviente; 2) en tanto miembro de una comunidad; 3) en tanto ciudadano de un estado, o 4) en tanto administrador de empresas capitalistas en la sociedad civil.

La palabra “sujeto” en todas estas proposiciones es la misma, pero su contenido es muy distinto. Sus intereses y perspectivas serán radicalmente distintas si hablamos de un sujeto espécimen (corporal), de un sujeto pariente (comunal), de un sujeto ciudadano (estatal) o de un sujeto libre contratante o consumidor (societal). Sus métodos para cambiar duda por creencia serán esencialmente distintos: 1) intuición; 2) tradición; 3) reflexión especulativa; y 4) comprobación hipotético-deductiva.

 

Grandes hitos en la construcción histórica del término “Ciencia”

 

Antes que nada, entonces, debemos acordar que eso que llamamos “conocimiento” en general y “ciencia” en particular, ha variado significativamente (de forma y de contenido) a lo largo de la historia humana, pero que no ha variado como parece pensar H. Le Chatelier (cfr. op.cit.), caprichosamente, por razones de moda, sino por causas muy profundas como pueden serlo los cambios en las formas de vida.

Fácilmente reconocemos al menos dos formas y contenidos diferentes y contrapuestos que disputaron en la vida humana el lugar del saber. Ellas se han consagrado literariamente con los términos “mitos” y “logos”. Este tránsito llamado “del mito al logo” (o del pensamiento mítico al pensamiento lógico), pese a su extremada antigüedad, sigue siendo un venerable lugar común con el cual habitualmente hacemos referencia al paso de las sociedades prehistóricas a las llamadas civilizaciones.

 

La Ciencia como conocimiento tradicional (mitología)

 

Ya casi no quedan rastros de aquellos tiempos en los que la ciencia era el saber de los relatos míticos sobre el origen: como conocimiento de la verdad tradicional. Pero ese reinado del mito, de la sabiduría poética y de las verdades tradicionales fue largo y fecundo. Las verdades mitológicas de los poetas teólogos han sido condiciones esenciales para la existencia misma de las comunidades humanas en sus inicios. Aunque su contenido parezca plagado de imágenes y sucesos fantasiosos, alejados de toda realidad, lo cierto es que con tales fantasías los miembros de las comunidades simbolizaron eficazmente la realidad de sus vínculos y de sus historias formativas. Al crear esas fantasías comunes, los individuos primitivos se crearon a sí mismos como miembros de una comunidad que se hacía efectivamente real en la reunión de todos los creyentes que comulgaban en esos mitos. Las verdades míticas se refieren a cosas inexistentes y por eso parecieran ser “falsedades”. Pero, su verdad no debe ser evaluada en relación a su función referencial (que es tan sólo una de las muchas funciones del lenguaje) sino en relación a su función poética y a su función pragmática.

 Las cosas, para esta ciencia arcaica, no son relevantes por ser objetos entre objetos, sino por ser emblemas o representantes de los vínculos entre los sujetos. ¿Existió Vulcano? Eso no es lo relevante, sino que existieron los forjadores de hierro que tenían a Vulcano como su patrono o deidad emblemática. ¿Existió Atenea? Tampoco importa. Lo relevante es que fue el símbolo del ámbito de deliberación en las acciones de gobierno. ¿Realmente Vulcano arrancó de un hachazo en la cabeza de Zeus a Palas Atenea? Seguramente, no. Lo realmente importante es  que esa historia honra a la comunidad que la imaginó, porque mediante esa narración conservaron la memoria y consolidaron ese momento fundacional de las luchas que arrancaron a la clase dominante una nueva institución deliberativa en sus reclamos sociales.

Sería tan injusto desconocer a la Ciencia mitológica tachándola de falsedad como considerar falsa la afirmación de nuestro himno cuando dice: “Ved en trono a la noble Igualdad”. Ni existe tal “trono” ni la Igualdad es sujeto que pueda estar sentado. Eso es falso, pero no es falso lo que los ciudadanos argentinos piensan al cantar esa estrofa, llena de sentido:

 

Las representaciones míticas son falsas en relación con las cosas, pero son verdaderas  en relación a los sujetos que las piensan.

 Durkheim (1952:136)

 

            Toda la trama de las bases de la vida social se asienta en esas verdades míticas, tales como el honor, la gloria, la soberanía, la eternidad, la fuerza o acción a distancia, la gloria, la justicia, etc., etc. Sin ellas, no podríamos ni siquiera comenzar a entendernos y convivir. Y sin embargo, todas estas nociones son en su origen tan “mitológicas” como las nociones de “fuerza”, “causa”, “sustancia”, etc., etc., que hoy forman parte constitutiva de la Ciencia.

           

La Ciencia como conocimiento racional (verdades especulativas)

 

La primacía de la Ciencia mítica (o de las tradiciones) fue sustituida por la de la Filosofía en el paso de las sociedades gentilicias a las sociedades con estados.

El saber conceptual que se inició en Occidente con el nacimiento de la Filosofía acaparó para sí el nombre laudatorio de “Ciencia”, pero le dio un nuevo contenido, al resignificarlo como episteme (επιστήμη), es decir, como conocimiento fundado o saber de la verdad racional. La Metafísica, “corazón” mismo de la episteme, se transformó en la Reina de las Ciencias, y todos los saberes particulares fueron sus tributarios, en la medida en que debieron remontarse permanentemente a ella para demostrar su validez, es decir, exhibir su relación de coherencia con el saber de los  fundamentos provistos por la Razón.

Si el rasgo dominante de la Mitología, como Ciencia de las tradiciones, fue la adhesión confiada y la aceptación conformista de los relatos míticos y de sus lecciones sapienciales, la Metafísica, en cambio, sustituyó esa actitud por una posición inquisitiva, crítica y esencialmente reflexiva, en la que la posibilidad de la divergencia está siempre presupuesta, y en la que el fin esencial consiste, precisamente, en la búsqueda de una solución al disenso mediante la búsqueda de creencias Fundamentadas, es decir, posiciones cognitivas que reunifiquen las perspectivas contrapuestas mediante el recurso a Primeros Principios y Causas Últimas, concebidos como ideales de la razón. La Metafísica es, pues, la Ciencia de las verdades racionales, en tanto fundamentadas en los Ideales de la Razón.

            Pero, ¿qué es “fundamentar”? Si el sujeto cognoscente actúa como espécimen, es decir, como puro ser corporal, la percepción de algo es para el viviente una fuente suficiente de buen conocimiento para su acción. Si el sujeto cognoscente, en cambio, ya no es un mero viviente, sino un integrante de una comunidad, entonces la mera percepción ya no alcanza: la fuente del buen conocimiento radica en las tradiciones, en lo admitido por todos, en tanto es admitido por todos. En el mito, el “fundamento” es lo que es común, en tanto tal. Si un saber repite una tradición, ni siquiera se pregunta por la fundamentación (que es un proceso): simplemente se vive en el fundamento.

En cambio, en la forma de vida de las sociedades con Estado, las tradiciones ya no pueden ser fuente de conocimientos unificantes. La diversificación de la base social en clases diferenciadas por posiciones divergentes en economías ampliamente diferencias, ya no cuenta a su favor con tradiciones comunes. Fue imperioso que la humanidad desarrollara otro tipo de Ciencia, y esa fue, precisamente, la Filosofía como episteme. Para ella, ninguna tesis puede aspirar a valer en sí misma ni por recurso al mito o a la tradición. Toda tesis que aspire a ser considerada una “buena creencia” deberá resultar de una indagación crítica que demuestre su fundamento, es decir, que demuestre que, en ella, las verdades primeras (aquellas en las que todos coincidimos) han sido salvaguardadas, mediante operaciones mentales que derivan la tesis que se quiere afirmar salva veritatis.

Las sociedades con Estados desarrollaron una categoría central que no hubieran podido desarrollar las sociedades gentilias: “la razón” como el orden ideal que subyace e integra las diferencias. Los ideales regulativos de la razón fueron el aporte esencial del método especulativo. Aunque su cuna fueron las ciudades Estados, su destino no podía ser sino el de la reunificación de todas las sociedades bajo esta idea imperial: el imperio de la razón. Su hazaña cultural más notable, en occidente, tuvo como su más alto exponente, sin duda, a Alejandro Magno y a su maestro, Aristóteles. Sus ecos se prolongaron hasta la Europa cristiana y la formación de la cultura universitaria.

 

La Ciencia como conocimiento experimental (Las ciencias positivas)

 

Sin embargo, la larga primacía del conocimiento Filosófico como ciencia de la verdad racional y su método reflexivo o especulativo llegaría también a su fin. Ese momento llegó de la mano de la sociedad moderno burguesa y del nacimiento de las Ciencias Positivas (señaladamente, en el campo de las Ciencias Naturales), con Galileo, Newton, Lavoisier, Laplace, etc. Esa nueva versión de la ciencia, destronó a la Metafísica e instaló el reinado de la Mecánica, primero, y de la físico-química, después. El grito de guerra de los nuevos cruzados de la ciencia fue “Física, ¡cuídate de la metafísica!” (Newton).

Sin embargo, con la ciencia experimental todavía no ha sonado la hora de la revolución científico-técnica, en el sentido actual. Todavía el nombre de “Ciencia” es otorgado a aquellos que descubren razones, leyes, regularidades en la naturaleza y que nos permiten comprender el sistema de las cosas.

 

Por acuerdo unánime –sostenía el Ing. H. Le Chatelier, en los años 1880- el título de gran sabio es discernido a algunos hombres; estos son por ejemplo, Galileo, Pascal, Descartes, Newton, Lavoiser, Sadi Carnot, Sainte-Claire, Deville, etc. ¿Por qué en la historia de la ciencia estos sabios ocupan un lugar privilegiado? Se debe a las leyes que han descubierto, a las cuales adhirieron sus nombres.

Le Chatelier (1947:43)

 

Con el paso del mito al logos, se dejó atrás (pero sin que desapareciera totalmente) la primacía de la verdad tradicional en beneficio de la verdad racional de la Filosofía y de sus grandes socios: la Matemática y la Astronomía, aplicadas al vasto campo de las mensuraciones, y la administración de los ciclos productivos agrarios. Con el paso de la Filosofía a las ciencias positivas, se deja ahora atrás la primacía de la verdad racional (pero, sin que desaparezca totalmente) en beneficio de la verdad experimental de la Mecánica y las restantes Ciencias Naturales que se fueron sumando gradualmente, a medida que se ampliaba el campo de aplicación de la revolución industrial y de la ampliación de los ciclos productivos del capitalismo. Es decir, el reinado de la verdad racional y del  método especulativo fue sustituido por el de la verdad experimental, pero todavía siguió vigente por muchas décadas mas la raíz viva del conocimiento como conocimiento racional de la verdad. La ciencia experimental rompe con el primado del método especulativo, subordinándolo a la generación de nuevo conocimiento mediante la observación activa y productiva. Pero, aún persistió (y sucede hasta el presente en muchos de sus más grandes exponentes) la convicción de que la Ciencia experimental está finalmente destinada a conocer la verdad racional:

 

La ciencia  se propone –escribió un gran físico no hace muchos años- descubrir la «ratio», o razón universal, que no incluya la razón numérica, o proporción (A/B = B/C), sino también similaridad cualitativa.

 Bohm (1992:166)

 

En resumen: hasta el advenimiento de las ciencias experimentales, a partir del Renacimiento Europeo, se configuran tres grandes ideas de Ciencia, relacionadas con tres grandes formas de vida histórico-social: el pensamiento mítico como expresión de las comunidades ágragas, el pensamiento filosófico, como el conocimiento propio de los estados precapitalistas, y el pensamiento experimental inherente a las sociedades capitalistas en los orígenes de la revolucion industrial.

En una elocuente paráfrasis de los escritos de Rogerio Bacon, A. Aguirre y Respaldiza nos proporcionan una semblanza de las ideas de dicho autor, uno de los adelantados de la cultura que venían promoviendo las renacientes prácticas económicas burguesa de los siglos XIII y XIV:

 

Para que el conocimiento esté aliñado de la certeza sin mancha de dudas, y de la claridad sin nubes de lobreguez, ha de regenerarse en las aguas de la experiencia; pues que, si bien hay tres medios de captar la verdad: la autoridad, la razón y la experiencia, con todo, la autoridad carece de valor, y no proporciona sino credulidad, siempre que está falta del refuerzo de su razón de ser, y la razón tampoco puede adquirir la verdad mediante el sofisma y la demostración, si a la vez no sabemos experimentar por las obras.

 Bacon (1935: 161).

 

Ahora bien, con la eclosión del mundo moderno burgués en los siglo XVII y XVIII se inicia el camino de la alianza creciente de la ciencia con la tecnología. Ya en los albores del capitalismo Inglés, la naturaleza misma de este modo producción mostró una definida tendencia a agrupar a los científicos con los artesanos (los herreros y demás gremios vinculados a los astilleros), y los navegantes y comerciantes, con el poder político. Los estatutos de la Royal Society, en el siglo XVII, expresan de manera franca esa nueva constelación de vínculos propios de la forma de vida de las sociedades industriales:

 

La tarea y el objetivo de la Royal Society es ampliar el conocimiento de la naturaleza y todas las actividades útiles en las artes, manufacturas, prácticas mecánicas, motores, eventos y experimentos y no entrometerse en religión, metafísica, moral, política, gramática, retórica o lógica.

Cita tomada de Ferrer (1995:76)

 

Sin embargo, pese a esta temprana tendencia a la formación de este cuadrado vincular (i. ciencia; ii. estado; iii. empresas y iv. innovación técnica), por un largo tiempo (hasta las primeras décadas del siglo XX) todavía la Ciencia experimental conservará un vínculo mucho más estrecho con el Estado y el imperio de la Razón que con las empresas y las innovaciones técnicas. El valor laudatorio del término “Ciencia” seguirá estando en la nobleza del saber racional (fundado experimentalmente) y no en valor de la eficacia práctica y sus transferencias a la innovaciones tecnológicas. Todavía los Newton, los Lavoisier, los Faraday, etc. podían emocionarse ante una Naturaleza enigmática que desafiaba su intelecto y asombraba sus espíritus, sin quedar encerrados en batallas en torno a patentes e inversiones. Aún prevalecía la alianza de la Ciencia experimental con los grandes ideales políticos de los Estados, proyectados como Ideales de la Razón y de la Humanidad.

           

La Ciencia como “verdad” de la eficacia técnica: la innovación tecnológica

 

            Pero lo que se inició en los siglos XVI y XVII seguiría evolucionando inexorablemente con el desarrollo de la industria, hasta ingresar a la ya mencionada Revolución Científico-Técnica. El dominio del espacio exterior, sumado a los desarrollos en las tecnologías electrónicas revolucionaron de manera impensada la telemática, la informática y la robótica,  y, por ende, a todas las relaciones de producción. Por otro lado, la biotecnología y los desarrollos de nuevos materiales introdujeron importantísimas novedades en las estrategias de desarrollo económico, configurando así esa situación que se ha llamado revolución científico-técnica, que llevó a que la alianza tradicional entre investigación científica e innovación tecnológica se convirtiera en una amalgama, en la que resulta ahora casi imposible deslindar el valor de la ciencia con independencia de sus consecuencias sobre la economía de mercado. Las innovaciones tecnológicas se transformaron en uno de los motores principales en las ventajas competitivas en un mercado globalizado, y, por ende, la Ciencia devino un asunto crucial para las políticas económicas de las naciones.

            La consecuencia está a la vista: la innovación tecnológica ha tomado el control pleno de la connotación laudatoria de la palabra “Ciencia” para transferirla del campo de la búsqueda racional, de las teorías universales y de la interpretación del sentido de la vida humana, a las investigaciones innovadoras.

            Lenta pero incesantemente se ha ido desplazando la aplicación de la palabra “Ciencia” del campo de la búsqueda de las razones de las cosas o procesos de la naturaleza y las sociedades humanas, mediante la observación activa o experimentación, para transferirse al campo de la búsqueda de innovaciones tecnológicas que resulten aprovechables en la competencia económica.

 

¿Cómo resolver prácticamente esta polisemia del término “Ciencia”?

 

            Las diversas formas de vida que la historia humana ha venido recorriendo desde sus más remotos orígenes han provisto a nuestra mente de al menos cuatro grandes caminos cognoscitivos o “métodos para fijar creencias”, como los designó Ch. Peirce: la percepción, la tradición, la reflexión y la comprobación experimental.

            Frente a esta pluralidad metodológica caben dos posiciones alternativas: 1) considerar que estas diferentes formas de vida se relacionan entre sí de manera contradictoria y que es preciso escoger alguna de ellas y abandonar a las restantes, o, en su defecto, 2) pensar que las formas de vida y sus métodos respectivos no sólo se han sucedido en el tiempo, sino que los niveles anteriores han posibilitado a los posteriores y, lejos de haber sido eliminados por los ulteriores,  han quedado conservados y en ellos elevados a formas más plenas, sin abandonar su íntima y genuina naturaleza vital y cognoscitiva.

Es cierto que la primera alternativa es la más simple de concebir, pero, al ser la más abstracta y contraria a la verdadera naturaleza de los procesos histórico-sociales, constituye una vía muerta, sino un completo absurdo.

Por el contrario, aunque la segunda concepción es la más difícil de comprender, es, sin duda, la única verdadera. Su dificultad procede del hecho de que el proceso en el que se fueron configurando las diversas formas de vida y sus estrategias cognoscitivas, estuvo y está sembrado de conflictos que fácilmente desalientan la búsqueda de la unidad profunda que los reúne en un proceso que es, al mismo tiempo, diferenciador e integrador; divergente y convergente. Que al mismo tiempo que va integrando y conservando las formas anteriores, las va resignificando y potenciando en niveles más ricos de funcionamiento.

Cuando se adopta esta manera dialéctica de comprender los procesos formativos, se vuelve fácil constatar que la vida corporal, por ejemplo, no obstante resultar suprimida en su autonomía por las demandas de la vida comunal, se encuentra en ella conservada y elevada a niveles más ricos y plenos de la misma corporeidad. Análogas consideraciones pueden hacerse respecto de las tradiciones comunales cuando ellas son suprimidas-conservadas-sujetadas en las formaciones sociales estatalizadas, y de estas últimas, en las sociedades regidas por los mercados globalizados.

            Se desprende, entonces, que todas las actitudes unilaterales que levantan la bandera de un método en contra de los otros, necesariamente incurren en un importante error conceptual con graves consecuencias prácticas para las sociedades que los adopten. Este error que podríamos denominar “vicio de unilateralidad” es condenable, cualquiera sea el sector que lo promueva. Esto debería ser un principio fundamental a acordar en todo foro en que se discuta la agenda de la Educación Superior de nuestro país.

 

El error que hoy nos amenaza

 

Pero, si bien es cierto que el vicio de unilateralidad puede ser protagonizado por todas las posiciones posibles, lo cierto e indudable es que hoy la principal amenaza a la educación superior ha sido planteada por la desmesurada presión de las políticas mercantilistas que exaltan las formaciones societales lideradas actualmente por las gigantes empresas multinacionales, en detrimento de los estados nacionales, de sus diversas comunidades y, finalmente, de individuos que las integran, quienes corren el inminente peligro de ser privados de su condición de personas para quedar reducidos a una extensión unidimensional: productor-innovador-consumidor de las sociedades civiles, concebidas como agentes del mercado.

Se levanta la bandera del anhelado desarrollo económico, y en consecuencia se pregona que las Universidades y todas las instituciones de la educación superior deben organizarse en torno a un único punto de agenda: el desarrollo de las capacidades científico-técnicas, es decir, en el cultivo de la Ciencia, entendida como investigación innovadora para promover ventajas competitivas. El inmenso poder económico y político de las potencias que lideran el mercado globalizado se ha fijado como meta prioritaria “desregular el mercado de la educación superior”, lo que significa lisa y llanamente desconocer la potestad de los Estados nacionales de orientar sus políticas educativas conforme a sus historias, las tradiciones de sus comunidades,  los ideales estéticos y éticos de sus habitantes soberanos. Para alcanzar estas metas, los organismos al servicio de las transnacionales han lanzado programas de financiamientos multimillonarios, destinados a transformar la educación superior en un mercado de conocimiento, atacando a las instituciones públicas con el argumento conocido de su ineficacia, burocratismo o atraso científico-tecnológico. Pero, como lo afirmó el experto brasileño M. A. Días:

 

Lo que se debate aquí  es mucho más que el dinero: es si la educación de los ciudadanos va a seguir en manos de los gobiernos democráticos o de las multinacionales. ¿Quién va a definir la educación de nuestro hijos? ¿Bajo el control de quiénes estará la formación universitaria?

Citado por Telma Luzani[3]          

           

La responsabilidad que tenemos los actuales miembros de las comunidades universitarias frente a las generaciones futuras es, en consecuencia, de enorme trascendencia. Nos obliga a volver a los fundamentos mismos de nuestra función institucional y reasumirla en su plenitud y con valentía en todas sus dimensiones.

 

La nueva situación de las Universidades ante la Ciencia HOY

 

Es una cuestión de valores: si el educando pasa a ser un consumidor, le quitamos a la persona su historia, su futuro, sus ideas, su identidad. Como sociedad renunciamos a formar ciudadanos, a construir nuestro futuro y a diseñar un proyecto de país.

Pedro Romero, citado por Luzzani (loc.cit.)

 

            Estamos ahora en condiciones de abordar la cuestión central de este artículo, a saber: la “nueva agenda de la Educación Superior” en lo tocante a la investigación científica.

            Dos corolarios se desprenden de todo lo anterior: 1) que la agenda científica de las instituciones responsables de la educación superior de una sociedad lo fija, en sus aspectos más generales, el macro contexto social en la que ésta se halle inserta, pero, 2) que todo contexto social actual es una trama viviente que ha resultado de una historia formativa que ha suprimido sus formas anteriores, pero que las conserva como parte viva de su propio ser actual, al mismo tiempo que los eleva y potencia a nuevos niveles de desarrollo.

            La Universidad contemporánea no debe abandonar ninguna de las funciones que le dieron origen y que la promovieron al puesto destacado que tuvo en la dinámica de las culturas modernas. No debe ceder a las presiones desmesuradas de la sociedad civil globalizada que la incita a adoptar como único criterio la innovación tecnológica como valor supremo de  cientificidad.

            Es cierto que la Universidad actual debe mantener relaciones armónicas y congruentes con los signos de los tiempos: ¡eso es preciso admitirlo y satisfacerlo de manera efectiva! Pero, es igualmente cierto que la misma Ciencia, cuando ella se eleva a la función esencial, nos dice sin sombra de dudas que los desarrollos de nuestras sociedades no resultarán del desarrollo de los países centrales:

 

El Norte es hoy locomotora del mismo Norte. Los vagones del Sur están desenganchados del crecimiento de los países industriales. Su rezago industrial y tecnológico les impide participar en las corrientes dinámicas de la economía mundial.

Ferrer (1995:84)

 

Los desarrollos deseables sólo serán duraderos si hunden sus raíces hasta lo más profundo en la historia de nuestros propios países; sólo serán los deseables, si tienen que ver con los individuos, las comunidades y el proyecto de nación en el que se forjaron los ideales de nuestra racionalidad y nuestra ciencia, que con ser Universal, no obstante llevará siempre (si es genuina) nuestro sello particular.

            La Ciencia experimental enraízó, como vimos, en el conocimiento sapiencial, en la reflexión teórica y en la producción de sistemas conceptuales, como base misma de la interpretación (hermenéutica) de la realidad humana  tal como lo consagraron desde sus seres particulares las grandes culturas de la historia.

El “giro tecnológico” contemporáneo de la Ciencia, promovido por la desmesura de la sociedad mercantilista, está derivando hacia el vicio de unilateralidad, intentando cortar sus raíces con el cultivo de la reflexión, de las tradiciones y de la percepción viva de los individuos reales. Un eminente sabio belga, Jean Ladrière, describía en la década de los 70 este riesgo del “giro tecnológico” de la ciencia con las siguientes palabras:

 

No se puede negar que el discurso científico conserva algo de estas tres inspiraciones (lo sapiencial, lo teórico y lo hermenéutico). Hasta es posible que extraiga de ahí su fuerza más secreta; acaso sólo por una especie de desviación se integre en la acción y se autointerprete como acción. Y muy bien podría suceder que la ciencia, el día en que no sea más que un hacer, cuando haya perdido todo contacto con sus raíces especulativas, esté completamente agotada.

Ladriére (19: 29)[4]

           

            Pero es importantísimo advertir que no se trata de un puro mandato ético o especulativo, sino de una condición misma de la viabilidad y sustentabilidad de nuestras sociedades y de sus desarrollos. La desmesura de la sociedad civil globalizada, amenaza con una catástrofe final a la humanidad entera, comenzando con las naciones periféricas.

            Es cierto que el conocimiento, en toda la amplitud de su desarrollo histórico, se ha convertido en una fuerza productiva primordial para el desarrollo de todas las sociedades contemporáneas en el Planeta Tierra. Pero es igualmente cierto que ese mismo conocimiento, cuando se eleva a su verdadera estatura, por encima del restringido objetivo de la innovación y las patentes, nos está anoticiando, más aún: aturdiendo con sus voces de alarma acerca de los errores fatales que se están cometiendo como resultado del vicio de unitalteralidad de las políticas neoliberales. Los datos sociológicos y económicos son más que elocuentes acerca del fracaso de las propuestas exógenas de desarrollo. La perspectiva integrada de las ciencias muestra de manera inequívoca que los desarrollos deseables y sustentables sólo pueden provenir de las potencialidades internas de cada sociedad, sin restar en lo más mínimo la integración con el mercado internacional.

 

Estos factores intramuros abarcan múltiples planos de la realidad e incluyen la estabilidad macroeconómica; la riqueza de las interacciones en el triángulo sabatiano; la estabilidad y representatividad de las instituciones políticas, y la lucidez de las decisiones públicas para rectificar las imperfecciones de los mercados sin imponer chalecos de fuerza a la iniciativa creadora de las empresas y las personas. Incluyen también la aptitud de defender los intereses propios en un mundo globalizado con extraordinarias concentraciones de poder en las grandes corporaciones de los países líderes. Entraña asimismo la eliminaciones de las fracturas en el sistema social y productivo que esterilizan la movilización de los recursos humanos y materiales disponibles.

Ferrer (1995:82 y 83)

 

 

Qué Ciencia debemos promover

 

En síntesis: el “giro tecnológico” de la ciencia, sólo podrá ser asimilado de manera sustentable, si conserva y enriquece a sus antecesores, al “giro experimental”, al “giro reflexivo”, al “giro tradicional” y al “giro perceptual”.

Dicho más clara y francamente: la agenda de nuestra Educación Superior debe mantener como sus puntos centrales, en lo tocante a la formación y producción científica, los cuatro grandes objetivos que recorren su origen, desarrollo y culminación como institución perenne de la cultura humana:

 

1) Formar a los individuos (en un radio cada vez más amplio, hasta incluir a la totalidad de los habitantes del país), en una percepción de la realidad inspirada en una actitud protagónica, que se nutra de todas las riquezas creadas por la evolución y la historia humanas, promoviendo una formación estética que incluya la ética, la reflexión, la comprobación productiva y la vocación innovadora.

2) Formar Profesionales orgulloso de las tradiciones más actualizadas y consensuadas por la comunidad de pares, y con capacidad para aplicarlas con creatividad en el estricto marco de la ética de su corporación profesional.

3) Formar Docentes Universitarios calificados con los más altos estándares académicos, capaces de expandir las fronteras de los conocimientos en su disciplina, de realizar síntesis de profundo valor reflexivo que mantengan vivos los Ideales Regulativos de la Razón en su campo disciplinario particular, y abierta la reflexión interdisciplinaria y transdisciplinaria.

4) Formar Investigadores experimentales rigurosos, capaces de someter las ideas científico-reflexivas al control de los hechos mediante diseños imaginativos y de sólida estructura lógica, conforme a su relevancia teórica, social, económica y cultural.

5) Formar innovadores y tecnólogos en todos los rubros: no sólo en las tecnologías materiales, sino también, y de manera muy especial, en las tecnologías sociales.

 

            En todos estos objetivos de formación científica, debe incluirse la dimensión investigativa. De la misma manera que la práctica del deporte debe ser un estilo de vida de todo miembro de una sociedad civilizada, y no sólo de los que se dedican a prácticas deportivas profesionalizadas y de alto rendimiento, análogamente, la posición científica y la actitud investigativa debe ser un estilo de vida de todo ciudadano, por el sólo hecho de serlo. La investigación conforme al espíritu de la ciencia debe ser promovida por la Enseñanza Superior en los educandos, cualquiera sea la forma particular en la que después aproveche su paso por el sistema educacional: 1) como simple persona; 2) como profesional; 3) como magister académico, 4) como investigador en institutos o laboratorios  y 5) como innovador.

            La educación superior deberá promover, mediante recursos adecuados, estas prácticas investigativas. Sabemos que en nuestros países los recursos económicos son extremadamente exiguos, pero es preciso tener en cuenta las circunstancias concretas y desafiar nuestras capacidades inventivas en tecnologías educacionales aplicables a esta cuestión central.    

            En primerísimo lugar, la Universidad dispone de un recurso precioso, que debe ser “administrado” con la mayor seriedad y creatividad: la capacidad de investir, de conferir honores y entregar diversos estímulos morales de altísimo valor para nuestros ciudadanos. En segundo lugar, las investigaciones reflexivas y las investigaciones en la aplicación de tradiciones profesionales actualizadas no requieren ni equipamientos costosos ni recursos humanos auxiliares de volumen.

            No es éste el lugar adecuado para decir mucho más al respecto, pero sí dejar reafirmada la convicción de base según la cual, el valor laudatorio del término “Ciencia” no debería ser acaparado por ninguna de las variantes semánticas examinadas anteriormente. El llamado “sistema de investigación científico-técnica” está expuesto a deslizarse a un vicio de unilateralidad, por diversas razones, pero fundamentalmente por las presiones ideológicas y financieras procedentes de los entornos societales examinados anteriormente. Una forma de evitar que se profundice ese vicio de acaparamiento del valor laudatorio de la Ciencia y la Investigación podría consistir en que las universidades canalicen la formación científico-investigativa, no sólo mediante el ya tradicional sistema de ciencia y técnica, sino también a través de  la articulación de otros dos subsistemas igualmente relevantes:  un “sistema de investigaciones profesionales en trabajos de extensión universitaria” y  un “sistema de investigaciones reflexivas y académicas en el trabajo docente de la cátedra universitaria”.

             

Bibliografía citada

 

Aguirre y  Respaldiza, A. Rogerio Bacon. Labor, Barcelona, 1935.

Bohm, David. La totalidad y el orden implicado.  Kairós, Barcelona, 1992.

Durkheim, Émile. Pragmatismo y sociología. Schapire, Buenos Aires, 1952.

_____________.  El Socialismo. Editorial Nacional, Madrid, 1982.

Ferrer, Aldo.      "Nuevos paradigmas tegnológicos y desarrollo sostenible: perspectivas latinoamericanas". En: N. Minsburg y H. Valle (Eds.) El impacto de la globalización. Ed. Letra Buena, Buenos Aires, 1995.

_________.  El capitalismo argentino. FCE. México, DF, 2001.

Herrera, Amilcar. Ciencia y política en América Latina. Siglo XXI. México, DF, 1971.

Ladrière, Jean. El reto de la racionalidad. Ed. Sígueme/UNESCO, Salamanca, 1978.

Le Chatelier, Henri.        Ciencia e Industria. Espasa-Calpe, Buenos Aires, . 1947.

Peirce, Charles S.         El hombre, un signo. Crítica, Barcelona, 1988.

Prigogine, Ilya. Las leyes del caos. Crítica, Barcelona, 1997.

 



[1] Texto citado por E. Durkheim  en 1982:187.

[2] Sobre esta cuestión, cfr. A. Herrera, 1971:14

 

[3]  En la nota de Clarín (2/11/03): "Argentina frente al plan mundial para globalizar la educación superior". Pág. 33

 

[4] La frase entre paréntesis la ha agregado el autor de este artículo