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Ciencia,
Tecnología y Sociedad |
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Sobre la ciencia, la técnica y la sociedad. Para pensar la nueva agenda de la educación superior | |||
N°
27, Año XIV, noviembre 2003 |
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Juan
Samaja** |
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Actualmente, la palabra Ciencia no es más que una
simple expresión laudatoria. (…) Su prestigio y su potencia son innegables,
pero su acción se ejerce en las direcciones más caprichosas, más incoherentes.
Todo el mundo proclama su belleza y la utilidad de la Ciencia, se está de
acuerdo en la necesidad de retribuirla ampliamente, de darle un lugar preponderante
en la enseñanza de la juventud. Pero, ¿de qué Ciencia se trata, qué trabajos
científicos deben material y honoríficamente ser estimulados; qué ciencia será
enseñada?
Henri Le Chatelier (1947:42)
Algunos
lugares comunes sobre ciencia, técnica y sociedad
Voy a partir de los numerosos lugares comunes vinculados a los
términos de epígrafe. Servirá para constatar que, en verdad, ¡no son tan
comunes! y, por el contrario, encierran algunas paradojas:
* Todas las sociedades contemporáneas
(cualquiera sea su nivel de desarrollo, lo sepan o no lo sepan, lo quieran o no
lo quieran) están embarcadas en una historia común cuyo rasgo distintivo lo
marca la economía capitalista globalizada.
* Las sociedades
contemporáneas son capitalistas porque predomina ese modo de producción: el
capitalismo envuelve y sobredetermina a todas las otras formaciones sociales
y modos de producción que coexisten en ellas. Eso quiere decir que, aunque
el capitalismo globalizado es el modo de producción dominante, no es, de ninguna
manera, el único modo de producción y esto que vale para el modo
de producción, como categoría de la economía política, vale para las formaciones sociales, como categorías de la historia social y
política. Las formaciones sociales contemporáneas son capitalistas por el
polo dominante, pero coexisten con ella, amplias masas humanas que viven en
medio de relaciones sociales, jurídicas y políticas que distan mucho de ser
de tipo “capitalista desarrollado”, y que, por el contrario, evocan relaciones
esclavistas, feudales, capitalistas atrasadas o formas mixtas de todo tipo, pero, sin duda, ni “desarrolladas”
ni “capitalistas”.
**)
Titular Regular de Metodología
de la Investigación Científica, Facultad de Psicología de la UBA.
Director Académico de la Maestría en Salud Familiar y Comunitaria de
la Facultad de Ciencias de la Salud, UNER. |
* Estamos
inmersos en una revolución, pero que no es la anhelada o temida “revolución
social”, sino en una revolución que ha sido bautizada “científico-técnica”. Una
suerte de segunda “revolución industrial” pero cuyo rasgo distintivo ya no es
la introducción de nuevas fuerzas productivas materiales (v.gr. la máquina de vapor, el motor a explosión, etc.) sino, la
transformación del mismísimo conocimiento
científico en fuerza productiva. Es decir, estamos inmersos en una
revolución fruto de una inesperada (¿realmente “inesperada”?) alianza o
“amalgama” entre la ciencia y la tecnología, de manera que los hallazgos
científicos se transforman inmediatamente
en una fuente de innovaciones tecnológicas, y éstas, en la causa eficiente de
sostenidos e impetuosos incrementos en la productividad de los sistemas
económicos. Consecuentemente, la ciencia se ha transformado en un motor del
crecimiento de las economías en las sociedades contemporáneas.
* Las
sociedades que se desinteresan por el desarrollo de esta nueva ciencia asociada a la tecnología corren el riesgo de quedar
irremediablemente al margen de esta historia signada por el desarrollo
económico.
De
todos estos “lugares comunes” se derivan dos leyendas opuestas sobre las
relaciones entre la ciencia, la tecnología y la sociedad.
Una
concepción muy difundida actualmente sostiene que hay una positiva integración
entre la ciencia y la tecnología como factores primordiales del desarrollo
social. Su postulación pretende tener la fuerza de una demostración matemática
y sus consecuencias son imperativas: la ciencia debe ser cultivada por su valor
de utilidad al servicio del desarrollo económico-social.
Pero,
realmente, ¿es así? ¿Lo relevante de la ciencia, su valor primordial, se juega
en torno de su valor de utilidad económico-social?
¿Cuál es el contenido preciso de la ideas presupuestas en estos lugares
comunes? ¿Qué se entiende por “ciencia”? ¿Qué es “valor de utilidad”? ¿A qué se
alude exactamente cuando se habla de “desarrollo económico” o de “desarrollo
social”? Sin duda, son frases muy persuasivas porque los términos parecieran
connotar valores incuestionablemente positivos para cada uno de nosotros. Pero,
¿estos sujetos de desarrollo (“la economía” y “la sociedad”) coinciden con lo
que todos entendemos por esos términos; coinciden con lo que efectivamente
consideramos desarrollo pleno de cada uno
de los integrantes de la sociedad? ¿Estamos diciendo que una sociedad
desarrollada económicamente equivale a una sociedad en donde sus habitantes,
uno por uno, gozan de buenos niveles de desarrollos individuales dignos? ¿Es
posible que el término “utilidad”, tan lleno de connotaciones positivas en el
imaginario social del mundo globalizado, necesite de importantes
especificaciones antes de poder volver a ser usado inteligentemente? ¿Qué
resta, en estos lugares comunes actuales, de la añeja y venerable idea de que
la ciencia tiene que ver con “el saber”, es decir, con la búsqueda de “la verdad”,
con el descubrimiento de la ratio o
del orden que rige a sus objetos? ¿Qué queda de la ciencia entendida como
la interpretación
racional del orden de la naturaleza y de la humanidad que puede realizar
cualquier individuo humano con la única condición de ser educado en ella?
Ninguna de estas preguntas tendría cabida más
que como un puro juego bizantino, si no reconociéramos que hay otra leyenda que también existe y
circula en muchos ámbitos. ¡Además, esta otra leyenda (negra) no es de ahora! Sus orígenes se remontan, ¡como mínimo!, al
siglo XIX, ya que, en efecto, las ciencias de la naturaleza asociadas a la
tecnología ya habían sido agriamente denunciadas por los primeros científicos
sociales:
Químicos, astrónomos, físicos
-exclama Saint Simon- ¿cuáles son los
derechos que os asisten para ocupar en este momento el papel de vanguardia
científica? La especie humana se encuentra atrapada en una de las más graves
crisis que haya sufrido desde los orígenes de su existencia; ¿en qué os
esforzáis par acabar con esa crisis?… Toda Europa es pasada a degüello (1813),
¿qué hacéis vosotros para parar tal carnicería? Nada. ¡Qué digo!, sois vosotros
los que perfeccionáis los medios de destrucción, vosotros los que dirigís su
empleo; en todos los ejércitos, aparecéis al frente de la artillería; vosotros
sois los que organizáis las operaciones de sitio de las ciudades. ¿Qué hacéis,
os pregunto una vez más, para que se restablezca la paz? Nada. ¿Qué podéis
hacer? Nada. La ciencia del hombre es la única capaz de llegar al
descubrimiento de los medios susceptibles de conciliar los intereses de los
pueblos y vosotros no estudiáis nada de esa ciencia… Abandonad, pues, la
dirección de la empresa científica, dejadnos reavivar el corazón, que ha
llegado a helarse bajo vuestra égida, y canalizar toda su atención hacia los
trabajos que puede conseguir una paz general por la organización de la sociedad
Saint
Simon, Ciencia del hombre, XI, 40[1]
Si
prestáramos oídos a esta leyenda negra de la ciencia, lo único nuevo que hoy habría que agregar a este
pesimista balance de Saint Simon sería una nueva
amargura: el reconocimiento de que tampoco las ciencias del hombre lograron
“reavivar el corazón de la empresa científica”, porque también sus importantes
logros científico-técnicos, lejos de conseguir una paz general por medio de la
organización de la sociedad, han servido para planificar los más atroces
genocidios del siglo XX y del siglo XXI, y arrojar a la exclusión de la
economía contemporánea a continentes enteros[2].
Pero,
no debiéramos enrolarnos en ninguna de estas dos leyendas: no creo que haya
razones ni para divinizar ni para demonizar a la ciencia y a la técnica en
general, ni tampoco creo que haya fundamentos para enfrentar a las ciencias
naturales con las ciencias sociales. No pareciera sensato ni impugnar al método
científico en general ni a los objetos a los que se aplica de manera
particular.
En
su defecto, creo que deberíamos averiguar qué nuevos elementos de juicio
podrían ser aportados si dirigimos nuestra atención a los sujetos que
protagonizan la investigación científico-técnica, a los “lugares” desde los
cuales se dirige la indagación científica.
Propongo,
en concreto, un examen crítico de todos estos lugares comunes: tanto de los de
la leyenda blanca como los de la leyenda negra de la ciencia y la técnica.
Sugiero detenernos a reflexionar mínimamente sobre la historia de los términos en la que ellos han ido incorporando
sus actuales connotaciones.
En
definitiva, creo que resolver la cuestión de la utilidad o no de la ciencia y de
la técnica para la sociedad va a depender de cómo y con qué fundamentos
reinterpretemos los conceptos de utilidad,
ciencia, técnica y sociedad
mediante una mirada (inevitablemente panorámica) a la historia social en que
ellos se constituyeron.
La
función del conocimiento y la especificidad de la Ciencia y la Tecnología
Voy a tomar como punto de partida
una tesis dominante de la epistemología contemporánea, según la cual, el
conocimiento no es una sustancia sino una función. En particular, retomando ideas
que se pueden encontrar en Kant, Hegel, Peirce, Piaget, Bertalanffy, Bateson y
tantos otros, voy a afirmar que el conocimiento es una función asociada a la
autorregulación de los seres vivos (en
el más amplio sentido del término).
Una condición de posibilidad de los
seres que se autorregulan o autodeterminan es, sin duda, la capacidad de
obtener información acerca de la situación en la que se encuentran, a fin de
escoger las acciones apropiadas para la reproducción y perpetuación de sí
mismos. Sin esta función de apercepción o
anoticiamiento no hay procesos
vitales posibles, en cualquier escala que se lo imagine: ni en los simples
vivientes unicelulares, ni en los animales, ni en las biocomunidades, ni en las
formaciones tribales, ni en los estados… ¡y menos aún en las empresas
transnacionales contemporáneas! Esta función cognoscitiva o de comunicación con el medio no sólo es
inherente a los fenómenos biológicos sino que incluso pareciera ya estar
prefigurada en fenómenos termodinámicos complejos prebiológicos, en los que ya
comienzan a acaecer procesos semejantes a la autoregulación, y que Prigogine ha
descripto como procesos “estables, alejados del equilibrio”:
Yo suelo afirmar que la materia en equilibrio es
ciega, cada molécula ve las primeras moléculas que la rodean. En cambio, el no
equilibrio hace que la materia «vea».
Prigogine
(1997:28)
Pero, como toda acción, la función
cognitiva reconoce dos modos diferentes de existencia: 1) como conocimiento ya formado, y que sólo se reitera en nuevas ocasiones
semejantes, y 2) como conocimiento en
formación: cuando él no está disponible y es preciso conseguirlo. Tal la
diferencia que existe, por ejemplo, entre un
camino ya conocido para obtener alimentos, y que sólo se actualiza conforme
se van dando los indicios perceptivos esperables, y un camino desconocido, que obliga a esa acción que llamamos
genéricamente: “investigación”. Ch. Peirce distinguió ambos momentos con los
nombres respectivos de “duda” y de “creencia”.
En general
sabemos cuándo queremos plantear una cuestión y cuándo queremos realizar un
juicio, ya que hay una desemejanza entre la sensación de dudar y la de
creer.(…)
Nuestras creencias guían nuestros
deseos y conforman nuestras acciones. (…) La duda nunca tiene tal efecto. (…)
La duda es un estado de inquietud e
insatisfacción del que luchamos por liberarnos y pasar a un estado de creencia;
mientras que este último es un estado de tranquilidad y de satisfacción que no
deseamos eludir o cambiar por una creencia en otra cosa. Al contrario, nos
aferramos tenazmente no meramente a creer, sino a creer precisamente lo que
creemos.
Peirce
(1988:181 y 182).
Ahora
bien, si todo bien lo anterior es válido para el conocimiento en general (sea ya formado, sea en formación), es preciso admitir que esa función cognitiva variará
en sus formas y en sus contenidos de manera muy marcada según sean los rasgos peculiares de las diferentes formas
de vida a la que sirva.
Los
estudios sobre la función cognitiva en las formas vivientes prehumanas (que algunos
han designado como epistemología biológica, entre cuyos fundadores cabe citar
entre muchos otros a Konrad Lorenz) está recién en sus comienzos. Pero no pasa
lo mismo con los estudios sobre el conocimiento en las formas vivientes
humanas, respecto de las cuales los aportes disponibles son de una profusión
abrumadora y de muy difícil sistematización.
Sin
embargo, haciendo pie en la propuesta de Peirce según la cual se pueden
identificar al menos cuatro grandes métodos de investigación (método de la tenacidad
(o intuición), de la autoridad (o tradición), de los principios (o de la
reflexión) y de la ciencia (o pragmático), podemos reconocer al menos cuatro
grandes estratos en la existencia humana, conforme se han ido instaurando en su
larga historia: 1) forma de vida corporal, 2) forma de vida comunal, 3) forma
de vida estatal y 4) forma de vida societal.
No
es este el lugar adecuado para justificar y examinar cada una de estas formas
de vida, pero sí es importante postular que los conocimientos y las formas de
investigación que se desarrollaron o se están desarrollando en cada caso
cambian y cambiarán significativamente. Debemos recordar que nos hemos
propuesto en este artículo reexaminar los lugares comunes sobre la “utilidad”
del conocimiento dirigiendo nuestra atención a las características del sujeto
que lo protagoniza, y lo que se desprende, precisamente de lo que venimos
diciendo, es que el conocimiento funcionará de manera diferente según que el
sujeto que lo utiliza sea un sujeto de un tipo o de otro.
En
concreto, debemos partir del reconocimiento (que dista de ser obvio) de las
diferencias fundamentales que presenta el sujeto
cuando él actúa: 1) en tanto individuo
viviente; 2) en tanto miembro de una
comunidad; 3) en tanto ciudadano de
un estado, o 4) en tanto administrador
de empresas capitalistas en la sociedad civil.
La
palabra “sujeto” en todas estas proposiciones es la misma, pero su contenido es
muy distinto. Sus intereses y perspectivas serán radicalmente distintas si
hablamos de un sujeto espécimen
(corporal), de un sujeto pariente (comunal),
de un sujeto ciudadano (estatal) o de
un sujeto libre contratante o consumidor (societal). Sus métodos para cambiar duda por creencia serán esencialmente distintos: 1) intuición; 2) tradición;
3) reflexión especulativa; y 4) comprobación hipotético-deductiva.
Antes
que nada, entonces, debemos acordar que eso
que llamamos “conocimiento” en general y “ciencia” en particular, ha variado
significativamente (de forma y de contenido) a lo largo de la historia humana,
pero que no ha variado como parece pensar H. Le Chatelier (cfr. op.cit.), caprichosamente, por razones
de moda, sino por causas muy profundas como pueden serlo los cambios en las formas de vida.
Fácilmente
reconocemos al menos dos formas y contenidos diferentes y contrapuestos que
disputaron en la vida humana el lugar del saber.
Ellas se han consagrado literariamente con los términos “mitos” y “logos”. Este
tránsito llamado “del mito al logo” (o del pensamiento
mítico al pensamiento lógico),
pese a su extremada antigüedad, sigue siendo un venerable lugar común con el
cual habitualmente hacemos referencia al paso de las sociedades prehistóricas a
las llamadas civilizaciones.
La
Ciencia como conocimiento tradicional (mitología)
Ya
casi no quedan rastros de aquellos tiempos en los que la ciencia era el saber de los relatos míticos sobre el origen: como
conocimiento de la verdad tradicional.
Pero ese reinado del mito, de la sabiduría
poética y de las verdades tradicionales fue largo y fecundo. Las verdades
mitológicas de los poetas teólogos
han sido condiciones esenciales para la existencia misma de las comunidades
humanas en sus inicios. Aunque su contenido parezca plagado de imágenes y
sucesos fantasiosos, alejados de toda realidad, lo cierto es que con tales
fantasías los miembros de las comunidades simbolizaron eficazmente la realidad
de sus vínculos y de sus historias formativas. Al crear esas fantasías comunes,
los individuos primitivos se crearon a sí mismos como miembros de una comunidad que se hacía efectivamente
real en la reunión de todos los creyentes que comulgaban en esos mitos. Las verdades míticas se refieren a cosas inexistentes y por eso parecieran ser “falsedades”. Pero, su
verdad no debe ser evaluada en relación a su función referencial (que es tan sólo una de las muchas funciones
del lenguaje) sino en relación a su función poética y a su función pragmática.
Las cosas,
para esta ciencia arcaica, no son relevantes por ser objetos entre objetos,
sino por ser emblemas o representantes de los vínculos entre los sujetos.
¿Existió Vulcano? Eso no es lo relevante, sino que existieron los forjadores de
hierro que tenían a Vulcano como su patrono o deidad emblemática. ¿Existió Atenea?
Tampoco importa. Lo relevante es que fue el símbolo del ámbito de deliberación
en las acciones de gobierno. ¿Realmente Vulcano arrancó de un hachazo en la
cabeza de Zeus a Palas Atenea? Seguramente, no. Lo realmente importante es que esa historia honra a la comunidad que la
imaginó, porque mediante esa narración conservaron la memoria y consolidaron
ese momento fundacional de las luchas que arrancaron a la clase dominante una
nueva institución deliberativa en sus reclamos sociales.
Sería
tan injusto desconocer a la Ciencia mitológica tachándola de falsedad como
considerar falsa la afirmación de nuestro himno cuando dice: “Ved en trono a la
noble Igualdad”. Ni existe tal “trono” ni la Igualdad es sujeto que pueda estar
sentado. Eso es falso, pero no es falso lo que los ciudadanos argentinos
piensan al cantar esa estrofa, llena de sentido:
Las representaciones míticas
son falsas en relación con las cosas, pero son verdaderas en relación a los sujetos que las piensan.
Durkheim (1952:136)
Toda la trama de las bases de la
vida social se asienta en esas verdades míticas, tales como el honor, la
gloria, la soberanía, la eternidad, la fuerza o acción a distancia, la gloria,
la justicia, etc., etc. Sin ellas, no podríamos ni siquiera comenzar a entendernos
y convivir. Y sin embargo, todas estas nociones son en su origen tan
“mitológicas” como las nociones de “fuerza”, “causa”, “sustancia”, etc., etc.,
que hoy forman parte constitutiva de la Ciencia.
La
Ciencia como conocimiento racional (verdades especulativas)
La
primacía de la Ciencia mítica (o de las tradiciones) fue sustituida por la de la Filosofía en el paso de las sociedades
gentilicias a las sociedades con estados.
El
saber conceptual que se inició en Occidente con el nacimiento de la Filosofía acaparó
para sí el nombre laudatorio de “Ciencia”, pero le dio un nuevo contenido, al
resignificarlo como episteme
(επιστήμη), es decir, como conocimiento
fundado o saber de la verdad racional.
La Metafísica, “corazón” mismo de la episteme,
se transformó en la Reina de las Ciencias, y todos los saberes particulares
fueron sus tributarios, en la medida en que debieron remontarse permanentemente
a ella para demostrar su validez, es decir, exhibir
su relación de coherencia con el saber de los
fundamentos provistos por la Razón.
Si
el rasgo dominante de la Mitología, como Ciencia
de las tradiciones, fue la adhesión confiada y la aceptación conformista de
los relatos míticos y de sus lecciones sapienciales, la Metafísica, en cambio,
sustituyó esa actitud por una posición inquisitiva,
crítica y esencialmente reflexiva, en la que la posibilidad de la
divergencia está siempre presupuesta, y en la que el fin esencial consiste,
precisamente, en la búsqueda de una solución al disenso mediante la búsqueda de
creencias Fundamentadas, es decir, posiciones cognitivas que reunifiquen las
perspectivas contrapuestas mediante
el recurso a Primeros Principios y Causas Últimas, concebidos como ideales de la razón. La Metafísica es,
pues, la Ciencia de las verdades racionales, en tanto fundamentadas en los Ideales de la Razón.
Pero, ¿qué es “fundamentar”? Si el
sujeto cognoscente actúa como espécimen, es decir, como puro ser corporal, la percepción de algo es para el viviente
una fuente suficiente de buen
conocimiento para su acción. Si el sujeto cognoscente, en cambio, ya no es
un mero viviente, sino un integrante de una comunidad, entonces la mera percepción ya no alcanza: la fuente del
buen conocimiento radica en las tradiciones, en lo admitido por todos, en tanto
es admitido por todos. En el mito,
el “fundamento” es lo que es común, en
tanto tal. Si un saber repite una tradición, ni siquiera se pregunta por la fundamentación (que es un proceso):
simplemente se vive en el fundamento.
En
cambio, en la forma de vida de las sociedades con Estado, las tradiciones ya no
pueden ser fuente de conocimientos unificantes. La diversificación de la base
social en clases diferenciadas por posiciones divergentes en economías
ampliamente diferencias, ya no cuenta a su favor con tradiciones comunes. Fue
imperioso que la humanidad desarrollara otro tipo de Ciencia, y esa fue,
precisamente, la Filosofía como episteme.
Para ella, ninguna tesis puede aspirar a valer en sí misma ni por recurso al
mito o a la tradición. Toda tesis que aspire a ser considerada una “buena
creencia” deberá resultar de una indagación crítica
que demuestre su fundamento, es
decir, que demuestre que, en ella, las verdades
primeras (aquellas en las que todos coincidimos) han sido salvaguardadas, mediante operaciones
mentales que derivan la tesis que se quiere afirmar salva veritatis.
Las
sociedades con Estados desarrollaron una categoría central que no hubieran
podido desarrollar las sociedades gentilias: “la razón” como el orden ideal que
subyace e integra las diferencias. Los ideales
regulativos de la razón fueron el aporte esencial del método especulativo.
Aunque su cuna fueron las ciudades Estados, su destino no podía ser sino el de
la reunificación de todas las sociedades bajo esta idea imperial: el imperio de la razón. Su hazaña
cultural más notable, en occidente, tuvo como su más alto exponente, sin duda,
a Alejandro Magno y a su maestro, Aristóteles. Sus ecos se prolongaron hasta la
Europa cristiana y la formación de la cultura universitaria.
La
Ciencia como conocimiento experimental (Las ciencias positivas)
Sin
embargo, la larga primacía del conocimiento Filosófico como ciencia de la verdad racional y su método reflexivo o especulativo llegaría también a su fin.
Ese momento llegó de la mano de la sociedad moderno burguesa y del nacimiento
de las Ciencias Positivas (señaladamente, en el campo de las Ciencias
Naturales), con Galileo, Newton, Lavoisier, Laplace, etc. Esa nueva versión de
la ciencia, destronó a la Metafísica e instaló el reinado de la Mecánica,
primero, y de la físico-química, después. El grito de guerra de los nuevos
cruzados de la ciencia fue “Física, ¡cuídate de la metafísica!” (Newton).
Sin
embargo, con la ciencia experimental todavía no ha sonado la hora de la
revolución científico-técnica, en el sentido actual. Todavía el nombre de
“Ciencia” es otorgado a aquellos que descubren razones, leyes, regularidades en
la naturaleza y que nos permiten comprender el sistema de las cosas.
Por acuerdo unánime
–sostenía el Ing. H. Le Chatelier, en los años 1880- el título de gran sabio es discernido a algunos hombres; estos son por
ejemplo, Galileo, Pascal, Descartes, Newton, Lavoiser, Sadi Carnot,
Sainte-Claire, Deville, etc. ¿Por qué en la historia de la ciencia estos sabios
ocupan un lugar privilegiado? Se debe a las leyes que han descubierto, a las
cuales adhirieron sus nombres.
Le
Chatelier (1947:43)
Con
el paso del mito al logos, se dejó atrás (pero sin que desapareciera
totalmente) la primacía de la verdad
tradicional en beneficio de la verdad
racional de la Filosofía y de sus grandes socios: la Matemática y la
Astronomía, aplicadas al vasto campo de las mensuraciones, y la administración
de los ciclos productivos agrarios. Con el paso de la Filosofía a las ciencias
positivas, se deja ahora atrás la primacía de la verdad racional (pero, sin que desaparezca totalmente) en beneficio
de la verdad experimental de la
Mecánica y las restantes Ciencias Naturales que se fueron sumando gradualmente,
a medida que se ampliaba el campo de aplicación de la revolución industrial y
de la ampliación de los ciclos productivos del capitalismo. Es decir, el
reinado de la verdad racional y
del método especulativo fue sustituido
por el de la verdad experimental,
pero todavía siguió vigente por muchas décadas mas la raíz viva del conocimiento
como conocimiento racional de la verdad.
La ciencia experimental rompe con el primado del método especulativo,
subordinándolo a la generación de nuevo conocimiento mediante la observación
activa y productiva. Pero, aún persistió (y sucede hasta el presente en muchos
de sus más grandes exponentes) la convicción de que la Ciencia experimental
está finalmente destinada a conocer la verdad racional:
La ciencia se propone –escribió un gran físico no hace
muchos años- descubrir la «ratio», o razón universal, que no incluya la razón
numérica, o proporción (A/B = B/C), sino también similaridad cualitativa.
Bohm (1992:166)
En
resumen: hasta el advenimiento de las ciencias experimentales, a partir del
Renacimiento Europeo, se configuran tres grandes ideas de Ciencia, relacionadas
con tres grandes formas de vida histórico-social: el pensamiento mítico como
expresión de las comunidades ágragas, el pensamiento filosófico, como el
conocimiento propio de los estados precapitalistas, y el pensamiento experimental
inherente a las sociedades capitalistas en los orígenes de la revolucion
industrial.
En
una elocuente paráfrasis de los escritos de Rogerio Bacon, A. Aguirre y
Respaldiza nos proporcionan una semblanza de las ideas de dicho autor, uno de
los adelantados de la cultura que venían promoviendo las renacientes prácticas
económicas burguesa de los siglos XIII y XIV:
Para que el conocimiento esté aliñado
de la certeza sin mancha de dudas, y de la claridad sin nubes de lobreguez, ha
de regenerarse en las aguas de la experiencia; pues que, si bien hay tres
medios de captar la verdad: la autoridad, la razón y la experiencia, con todo,
la autoridad carece de valor, y no proporciona sino credulidad, siempre que
está falta del refuerzo de su razón de ser, y la razón tampoco puede adquirir
la verdad mediante el sofisma y la demostración, si a la vez no sabemos
experimentar por las obras.
Bacon (1935: 161).
Ahora
bien, con la eclosión del mundo moderno burgués en los siglo XVII y XVIII se
inicia el camino de la alianza creciente de la ciencia con la tecnología. Ya en
los albores del capitalismo Inglés, la naturaleza misma de este modo producción
mostró una definida tendencia a agrupar a los científicos con los artesanos
(los herreros y demás gremios vinculados a los astilleros), y los navegantes y
comerciantes, con el poder político. Los estatutos de la Royal Society, en el siglo XVII, expresan de manera franca esa
nueva constelación de vínculos propios de la forma de vida de las sociedades
industriales:
La tarea y el
objetivo de la Royal Society es ampliar el conocimiento de la naturaleza y
todas las actividades útiles en las artes, manufacturas, prácticas mecánicas,
motores, eventos y experimentos y no entrometerse en religión, metafísica,
moral, política, gramática, retórica o lógica.
Cita
tomada de Ferrer (1995:76)
Sin
embargo, pese a esta temprana tendencia a la formación de este cuadrado
vincular (i. ciencia; ii. estado; iii. empresas y iv. innovación técnica), por
un largo tiempo (hasta las primeras décadas del siglo XX) todavía la Ciencia
experimental conservará un vínculo mucho más estrecho con el Estado y el
imperio de la Razón que con las empresas y las innovaciones técnicas. El valor
laudatorio del término “Ciencia” seguirá estando en la nobleza del saber
racional (fundado experimentalmente) y no en valor de la eficacia práctica y
sus transferencias a la innovaciones tecnológicas. Todavía los Newton, los
Lavoisier, los Faraday, etc. podían emocionarse ante una Naturaleza enigmática
que desafiaba su intelecto y asombraba sus espíritus, sin quedar encerrados en
batallas en torno a patentes e inversiones. Aún prevalecía la alianza de la
Ciencia experimental con los grandes ideales políticos de los Estados,
proyectados como Ideales de la Razón y de la Humanidad.
La
Ciencia como “verdad” de la eficacia técnica: la innovación tecnológica
Pero lo que se inició en los siglos
XVI y XVII seguiría evolucionando inexorablemente con el desarrollo de la
industria, hasta ingresar a la ya mencionada Revolución Científico-Técnica. El
dominio del espacio exterior, sumado a los desarrollos en las tecnologías
electrónicas revolucionaron de manera impensada la telemática, la informática y
la robótica, y, por ende, a todas las
relaciones de producción. Por otro lado, la biotecnología y los desarrollos de
nuevos materiales introdujeron importantísimas novedades en las estrategias de
desarrollo económico, configurando así esa situación que se ha llamado
revolución científico-técnica, que llevó a que la alianza tradicional entre investigación científica e innovación
tecnológica se convirtiera en una amalgama,
en la que resulta ahora casi
imposible deslindar el valor de la ciencia con independencia de sus
consecuencias sobre la economía de
mercado. Las innovaciones tecnológicas se transformaron en uno de los
motores principales en las ventajas competitivas en un mercado globalizado, y,
por ende, la Ciencia devino un asunto
crucial para las políticas económicas de las naciones.
La consecuencia está a la vista: la innovación tecnológica ha tomado el
control pleno de la connotación laudatoria de la palabra “Ciencia” para
transferirla del campo de la búsqueda racional, de las teorías universales y de
la interpretación del sentido de la vida humana, a las investigaciones innovadoras.
Lenta pero incesantemente se ha ido
desplazando la aplicación de la palabra “Ciencia” del campo de la búsqueda de
las razones de las cosas o procesos de la naturaleza y las sociedades humanas,
mediante la observación activa o experimentación, para transferirse al campo de
la búsqueda de innovaciones tecnológicas que resulten aprovechables en la
competencia económica.
¿Cómo
resolver prácticamente esta polisemia del término “Ciencia”?
Las diversas formas de vida que la
historia humana ha venido recorriendo desde sus más remotos orígenes han
provisto a nuestra mente de al menos cuatro grandes caminos cognoscitivos o
“métodos para fijar creencias”, como los designó Ch. Peirce: la percepción, la tradición, la reflexión y
la comprobación experimental.
Frente a esta pluralidad
metodológica caben dos posiciones alternativas: 1) considerar que estas
diferentes formas de vida se relacionan entre sí de manera contradictoria y que
es preciso escoger alguna de ellas y abandonar a las restantes, o, en su defecto,
2) pensar que las formas de vida y sus métodos respectivos no sólo se han
sucedido en el tiempo, sino que los niveles anteriores han posibilitado a los
posteriores y, lejos de haber sido eliminados por los ulteriores, han quedado conservados y en ellos elevados
a formas más plenas, sin abandonar su íntima y genuina naturaleza vital y
cognoscitiva.
Es
cierto que la primera alternativa es la más simple de concebir, pero, al ser la
más abstracta y contraria a la verdadera naturaleza de los procesos histórico-sociales,
constituye una vía muerta, sino un completo absurdo.
Por
el contrario, aunque la segunda concepción es la más difícil de comprender, es,
sin duda, la única verdadera. Su dificultad procede del hecho de que el proceso
en el que se fueron configurando las diversas formas de vida y sus estrategias
cognoscitivas, estuvo y está sembrado de conflictos que fácilmente desalientan
la búsqueda de la unidad profunda que
los reúne en un proceso que es, al mismo tiempo, diferenciador e integrador; divergente
y convergente. Que al mismo tiempo que va integrando y conservando las formas
anteriores, las va resignificando y potenciando en niveles más ricos de
funcionamiento.
Cuando
se adopta esta manera dialéctica de comprender los procesos formativos, se
vuelve fácil constatar que la vida
corporal, por ejemplo, no obstante resultar suprimida en su autonomía por
las demandas de la vida comunal, se
encuentra en ella conservada y elevada a niveles más ricos y plenos de la misma
corporeidad. Análogas consideraciones pueden hacerse respecto de las
tradiciones comunales cuando ellas son suprimidas-conservadas-sujetadas en las
formaciones sociales estatalizadas, y de estas últimas, en las sociedades
regidas por los mercados globalizados.
Se desprende, entonces, que todas
las actitudes unilaterales que levantan la bandera de un método en contra de
los otros, necesariamente incurren en un importante error conceptual con graves
consecuencias prácticas para las sociedades que los adopten. Este error que
podríamos denominar “vicio de unilateralidad” es condenable, cualquiera sea el
sector que lo promueva. Esto debería ser un principio fundamental a acordar en
todo foro en que se discuta la agenda de la Educación Superior de nuestro país.
El
error que hoy nos amenaza
Pero,
si bien es cierto que el vicio de unilateralidad puede ser protagonizado por
todas las posiciones posibles, lo cierto e indudable es que hoy la principal
amenaza a la educación superior ha sido planteada por la desmesurada presión de
las políticas mercantilistas que exaltan las formaciones societales lideradas actualmente por las gigantes
empresas multinacionales, en detrimento de los estados nacionales, de sus
diversas comunidades y, finalmente, de individuos que las integran, quienes
corren el inminente peligro de ser privados de su condición de personas para
quedar reducidos a una extensión unidimensional: productor-innovador-consumidor
de las sociedades civiles, concebidas como agentes del mercado.
Se
levanta la bandera del anhelado desarrollo económico, y en consecuencia se
pregona que las Universidades y todas las instituciones de la educación
superior deben organizarse en torno a un único punto de agenda: el desarrollo
de las capacidades científico-técnicas, es decir, en el cultivo de la Ciencia,
entendida como investigación innovadora para promover ventajas competitivas. El
inmenso poder económico y político de las potencias que lideran el mercado
globalizado se ha fijado como meta prioritaria “desregular el mercado de la
educación superior”, lo que significa lisa y llanamente desconocer la potestad
de los Estados nacionales de orientar sus políticas educativas conforme a sus
historias, las tradiciones de sus comunidades,
los ideales estéticos y éticos de sus habitantes soberanos. Para
alcanzar estas metas, los organismos al servicio de las transnacionales han
lanzado programas de financiamientos multimillonarios, destinados a transformar
la educación superior en un mercado de conocimiento, atacando a las
instituciones públicas con el argumento conocido de su ineficacia, burocratismo
o atraso científico-tecnológico. Pero, como lo afirmó el experto brasileño M.
A. Días:
Lo que se
debate aquí es mucho más que el dinero:
es si la educación de los ciudadanos va a seguir en manos de los gobiernos democráticos
o de las multinacionales. ¿Quién va a definir la educación de nuestro hijos?
¿Bajo el control de quiénes estará la formación universitaria?
Citado
por Telma Luzani[3]
La
responsabilidad que tenemos los actuales miembros de las comunidades
universitarias frente a las generaciones futuras es, en consecuencia, de enorme
trascendencia. Nos obliga a volver a los fundamentos mismos de nuestra función
institucional y reasumirla en su plenitud y con valentía en todas sus
dimensiones.
Es una cuestión de valores: si el educando pasa a ser
un consumidor, le quitamos a la persona su historia, su futuro, sus ideas, su
identidad. Como sociedad renunciamos a formar ciudadanos, a construir nuestro
futuro y a diseñar un proyecto de país.
Pedro
Romero, citado por Luzzani (loc.cit.)
Estamos ahora en condiciones de
abordar la cuestión central de este artículo, a saber: la “nueva agenda de la
Educación Superior” en lo tocante a la investigación científica.
Dos corolarios se desprenden de todo
lo anterior: 1) que la agenda científica de las instituciones responsables de
la educación superior de una sociedad lo fija, en sus aspectos más generales,
el macro contexto social en la que ésta se halle inserta, pero, 2) que todo contexto social actual es una trama
viviente que ha resultado de una historia formativa que ha suprimido sus formas
anteriores, pero que las conserva como parte viva de su propio ser actual, al
mismo tiempo que los eleva y potencia a nuevos niveles de desarrollo.
La Universidad contemporánea no debe
abandonar ninguna de las funciones que le dieron origen y que la promovieron al
puesto destacado que tuvo en la dinámica de las culturas modernas. No debe
ceder a las presiones desmesuradas de la sociedad civil globalizada que la
incita a adoptar como único criterio la innovación tecnológica como valor
supremo de cientificidad.
Es cierto que la Universidad actual
debe mantener relaciones armónicas y congruentes con los signos de los tiempos: ¡eso es preciso admitirlo y satisfacerlo
de manera efectiva! Pero, es igualmente cierto que la misma Ciencia, cuando
ella se eleva a la función esencial, nos dice sin sombra de dudas que los
desarrollos de nuestras sociedades no resultarán del desarrollo de los países
centrales:
El Norte es hoy
locomotora del mismo Norte. Los vagones del Sur están desenganchados del
crecimiento de los países industriales. Su rezago industrial y tecnológico les
impide participar en las corrientes dinámicas de la economía mundial.
Ferrer
(1995:84)
Los
desarrollos deseables sólo serán duraderos si hunden sus raíces hasta lo más
profundo en la historia de nuestros propios países; sólo serán los deseables,
si tienen que ver con los individuos, las comunidades y el proyecto de nación
en el que se forjaron los ideales de nuestra racionalidad y nuestra ciencia,
que con ser Universal, no obstante llevará siempre (si es genuina) nuestro
sello particular.
La Ciencia experimental enraízó,
como vimos, en el conocimiento sapiencial, en la reflexión teórica y en la
producción de sistemas conceptuales, como base misma de la interpretación
(hermenéutica) de la realidad humana
tal como lo consagraron desde sus seres particulares las grandes
culturas de la historia.
El
“giro tecnológico” contemporáneo de la Ciencia, promovido por la desmesura de
la sociedad mercantilista, está derivando hacia el vicio de unilateralidad, intentando cortar sus raíces con el
cultivo de la reflexión, de las tradiciones y de la percepción viva de los
individuos reales. Un eminente sabio belga, Jean Ladrière, describía en la
década de los 70 este riesgo del “giro tecnológico” de la ciencia con las
siguientes palabras:
No se puede negar que el discurso
científico conserva algo de estas tres inspiraciones
(lo sapiencial, lo teórico y lo hermenéutico).
Hasta es posible que extraiga de ahí su
fuerza más secreta; acaso sólo por una especie de desviación se integre en la
acción y se autointerprete como acción. Y muy bien podría suceder que la
ciencia, el día en que no sea más que un hacer, cuando haya perdido todo
contacto con sus raíces especulativas, esté completamente agotada.
Ladriére
(19: 29)[4]
Pero es
importantísimo advertir que no se trata de un puro mandato ético o
especulativo, sino de una condición misma de la viabilidad y sustentabilidad de
nuestras sociedades y de sus desarrollos. La desmesura de la sociedad civil
globalizada, amenaza con una catástrofe final a la humanidad entera, comenzando
con las naciones periféricas.
Es cierto que el conocimiento, en
toda la amplitud de su desarrollo histórico, se ha convertido en una fuerza productiva primordial para el
desarrollo de todas las sociedades contemporáneas en el Planeta Tierra. Pero es
igualmente cierto que ese mismo conocimiento, cuando se eleva a su verdadera
estatura, por encima del restringido objetivo de la innovación y las patentes,
nos está anoticiando, más aún: aturdiendo con sus voces de alarma
acerca de los errores fatales que se están cometiendo como resultado del vicio de unitalteralidad de las
políticas neoliberales. Los datos sociológicos y económicos son más que
elocuentes acerca del fracaso de las propuestas exógenas de desarrollo. La
perspectiva integrada de las ciencias muestra de manera inequívoca que los
desarrollos deseables y sustentables sólo pueden provenir de las
potencialidades internas de cada sociedad, sin restar en lo más mínimo la
integración con el mercado internacional.
Estos factores
intramuros abarcan múltiples planos de la realidad e incluyen la estabilidad
macroeconómica; la riqueza de las interacciones en el triángulo sabatiano; la
estabilidad y representatividad de las instituciones políticas, y la lucidez de
las decisiones públicas para rectificar las imperfecciones de los mercados sin
imponer chalecos de fuerza a la iniciativa creadora de las empresas y las
personas. Incluyen también la aptitud de defender los intereses propios en un
mundo globalizado con extraordinarias concentraciones de poder en las grandes
corporaciones de los países líderes. Entraña asimismo la eliminaciones de las
fracturas en el sistema social y productivo que esterilizan la movilización de
los recursos humanos y materiales disponibles.
Ferrer
(1995:82 y 83)
Qué
Ciencia debemos promover
En
síntesis: el “giro tecnológico” de la ciencia, sólo podrá ser asimilado de
manera sustentable, si conserva y enriquece a sus antecesores, al “giro
experimental”, al “giro reflexivo”, al “giro tradicional” y al “giro
perceptual”.
Dicho
más clara y francamente: la agenda de nuestra Educación Superior debe mantener
como sus puntos centrales, en lo tocante a la formación y producción
científica, los cuatro grandes objetivos que recorren su origen, desarrollo y
culminación como institución perenne de la cultura humana:
1)
Formar a los individuos (en un radio cada vez más amplio, hasta incluir a la
totalidad de los habitantes del país), en una percepción de la realidad inspirada en una actitud protagónica, que
se nutra de todas las riquezas creadas por la evolución y la historia humanas,
promoviendo una formación estética que incluya la ética, la reflexión, la
comprobación productiva y la vocación innovadora.
2)
Formar Profesionales orgulloso de las tradiciones más actualizadas y
consensuadas por la comunidad de pares, y con capacidad para aplicarlas con
creatividad en el estricto marco de la ética de su corporación profesional.
3)
Formar Docentes Universitarios calificados con los más altos estándares
académicos, capaces de expandir las fronteras de los conocimientos en su
disciplina, de realizar síntesis de profundo valor reflexivo que mantengan
vivos los Ideales Regulativos de la Razón en su campo disciplinario particular,
y abierta la reflexión interdisciplinaria y transdisciplinaria.
4)
Formar Investigadores experimentales rigurosos, capaces de someter las ideas
científico-reflexivas al control de los hechos mediante diseños imaginativos y
de sólida estructura lógica, conforme a su relevancia teórica, social,
económica y cultural.
5)
Formar innovadores y tecnólogos en todos los rubros: no sólo en las tecnologías
materiales, sino también, y de manera muy especial, en las tecnologías
sociales.
En todos estos objetivos de formación científica, debe incluirse la
dimensión investigativa. De la misma
manera que la práctica del deporte debe ser un estilo de vida de todo miembro
de una sociedad civilizada, y no sólo de los que se dedican a prácticas
deportivas profesionalizadas y de alto rendimiento, análogamente, la posición
científica y la actitud investigativa debe ser un estilo de vida de todo
ciudadano, por el sólo hecho de serlo. La investigación conforme al espíritu de
la ciencia debe ser promovida por la Enseñanza Superior en los educandos,
cualquiera sea la forma particular en la que después aproveche su paso por el
sistema educacional: 1) como simple persona; 2) como profesional; 3) como magister académico, 4) como investigador
en institutos o laboratorios y 5) como
innovador.
La educación superior deberá
promover, mediante recursos adecuados, estas prácticas investigativas. Sabemos
que en nuestros países los recursos económicos son extremadamente exiguos, pero
es preciso tener en cuenta las circunstancias concretas y desafiar nuestras
capacidades inventivas en tecnologías educacionales aplicables a esta cuestión
central.
En primerísimo lugar, la Universidad
dispone de un recurso precioso, que debe ser “administrado” con la mayor
seriedad y creatividad: la capacidad de investir, de conferir honores y
entregar diversos estímulos morales de altísimo valor para nuestros ciudadanos.
En segundo lugar, las investigaciones reflexivas y las investigaciones en la
aplicación de tradiciones profesionales actualizadas no requieren ni equipamientos
costosos ni recursos humanos auxiliares de volumen.
No es éste el lugar adecuado para
decir mucho más al respecto, pero sí dejar reafirmada la convicción de base
según la cual, el valor laudatorio del término “Ciencia” no debería ser
acaparado por ninguna de las variantes semánticas examinadas anteriormente. El
llamado “sistema de investigación científico-técnica” está expuesto a
deslizarse a un vicio de unilateralidad,
por diversas razones, pero fundamentalmente por las presiones ideológicas y
financieras procedentes de los entornos societales examinados anteriormente.
Una forma de evitar que se profundice ese vicio de acaparamiento del valor
laudatorio de la Ciencia y la Investigación podría consistir en que las
universidades canalicen la formación científico-investigativa, no sólo mediante
el ya tradicional sistema de ciencia y técnica, sino también a través de la articulación de otros dos subsistemas
igualmente relevantes: un “sistema de
investigaciones profesionales en trabajos de extensión universitaria” y un “sistema de investigaciones reflexivas y
académicas en el trabajo docente de la cátedra universitaria”.
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